Cuando me enteré
de la renuncia de Benedicto XVI me sentí triste, después sentí agradecimiento.
Sí, al principio me sentí triste. Cuando
fue nombrado Papa salté (literalmente) de alegría. Me parecía que una vez más
se hacía evidente que, efectivamente, el Espíritu había inspirado al cónclave,
porque había elegido al mejor timonel para llevar este barco en uno de los
momentos más complicados de los últimos tiempos. Un guardián de la ortodoxia y
un profesor excelente para un momento en que cientos de voces malintencionadas
pretendían hacer creer a los católicos de menos formación que la Iglesia era
una antigualla, algo que había perdido sentido en la actualidad, que había que
cambiar la religión por una suerte de pasatiempo que cada cual pudiese adaptar
a su medida, su comodidad y su apetencia. Pero ya sabemos lo que sucedió, y
Benedicto se convirtió en el mejor Papa que podíamos tener. Supongo que ahora
volverán a atacar con las mimas chorradas y confío en que la inspiración del
Espíritu vuelva a poner las cosas en su sitio.
Si lo pienso, me siento feliz de haber
visto, y seguido, el papado de dos de los grandes. Y a ambos les agradezco
infinitamente lo que han hecho por nosotros. Me da pena que no vayamos a seguir
disfrutando de Joseph hasta el final como lo hicimos con Karol, pero estoy
seguro de que lo ha meditado con verdadera profundidad y que lo hace por el
bien de la Iglesia.
Ahora han vuelto, como siempre, las “quinielas”
sobre quién será el próximo Papa, y ahora volverán, como siempre, a
equivocarse. No sé para qué pierden el tiempo con eso. ¿Recordáis cuando salió
elegido Wojtyla y los periodistas no sabían ni quién era y pensaban que se
trataba de un cardenal negro?
Ahora, en el momento en que por fin tendrá
tiempo de descansar, estudiar y, muy posiblemente, escribir (seguro que estudia
y escribe más de lo que descansa), de corazón se lo digo: gracias por todo.